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2 de agosto de 2013

Luces


"Altiva, fría y bella esfinge soprano", así describía la prensa a Luz María de los Ángeles De la Fuente, descripción a la que nunca había dado muestras de molestia, sino todo lo contrario. Y es precisamente con esta gélida y hermosa prestancia que actuaba en cualquier lugar, incluso entre sus más queridos amigos.

Llegó con antelación al teatro como era su costumbre. Cantó bellamente en los ensayos, incluso mejor que cualquier día porque esta noche era distinta, el emperador estaría presente. Y aunque nadie pudo ver en sus maneras y rostro algún indicio, estaba aterrada. Imaginaba que su voz la abandonaba o que desafinaba horriblemente y el emperador pedía su cabeza frente a tal ofensa.

El emperador con el rostro impasible esperaba el inicio de la función, rodeado de sus guardias y su corte repletando el teatro. Luz salió al escenario con miedo y ganas de llorar, pero pudo controlarse maravillosamente. Ella llenaba el escenario con su voz y sus delicados movimientos, pero el emperador no movía un músculo de su rostro y ella no podía dejar de imaginar como se deshacía ese rictus para gritar una sola palabra: ¡Mátenla!.

Llegaron al acto final y ni las más bellas notas de su canto conmovieron al monarca. Ya había perdido todas las esperanzas, entonces fijó su atención en las luces de la enorme lámpara de lágrimas que colgaba del techo. Y al terminar la última nota de su canto, lloró. Dejó todo su control y lloró de miedo y frustración, por los hijos que nunca tendría, por el amor que nunca se había permitido sentir y por todo lo que su corazón guardaba. Pero al bajar la mirada se encontró con los ojos de él, también anegados por las lágrimas.

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